Hayas de cálidos colores donde trinan pájaros tranquilos.
Abedules susurrantes de corteza variegada.
Abetos olorosos de troncos erguidos.
Arces, guindos, pinos, tejos, acebos, fresnos, sauces, álamos...
Algunos asediando las alturas, luchando para conservar su verticalidad paralela a la vertiente abrupta de la montaña milenaria.
Montaña que las temperaturas extremas consiguen erosionar en chorreras
grises de piedras estériles entre silencio y estruendo; y sin embargo refugio mineral de un mundo
animal escondido, insospechado.
Hierba rala emulando al páramo horizontal e inhóspito de la cima, azotado por vientos cortantes, sin olor. Cielo infinito. Luz cegadora.
Agua ensordecedora buscando su camino, forzando a la roca con constancia, arrancándole sus secretos.
O, domada por ella, plácido reflejo del conjunto.
Y las aves. Libres.
Todos componentes de este espacio de luz cambiante.
Todos protagonistas en cada recoveco del caminar ilusionado.
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