jueves, 31 de diciembre de 2015

El árbol de los deseos


Cuenta la leyenda que hubo una era en que, cada año, los duendes, hadas y demás diminutos se reunían en alegres tertulias donde cada cual lanzaba la semilla de sus mensajes a los cuatro vientos.
Esos mismos vientos se multiplicaban, se enlazaban y bailando se encargaban de sembrarlos en cada resquicio de la Tierra donde a veces prosperaban y otras luchaban para crecer y a su vez transmitir nuevas semillas.

Mas cuentan también las crónicas que los vientos se volvieron locos.
Y, huracanados, secaron la tierra otrora fértil y dadivosa; alejaron las lluvias que se perdían sin rumbo e hicieron crecer desiertos donde se secaban las flores sin llegar a abrirse sus perfumes.
El cielo se volvió gris de ceniza. Las aves enmudecieron.
Y con ellas el mundo.
Los duendes y las hadas desaparecieron de la faz de la Tierra que se había vuelto hostil, inhóspita.
Desaparecieron. Se escondieron...

Pero una mañana, animados por no se sabe muy bien qué esperanza, salieron de todas partes: del fondo de los baúles cerrados, de los joyeros antiguos de llaves perdidas, de las cajas de cartón donde dormitaban entre fotos deslavadas, de entre las páginas de los libros olvidados en estanterías polvorientas, de detrás de los espejos azogados, de debajo de los cimientos de las casas o de las tejas y pizarras acariciadas por la luna.
De los mil lugares insospechados donde se refugiaban...
Y volvieron cerca de los árboles. Primero en silencio.
Mas luego clamando sus anhelos.

Y, tal como lo relataba la leyenda antigua, colgaron de nuevo sus hojas en el árbol de los deseos. Como cada 31 de diciembre.



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Con cariño,
os deseo que se cumplan vuestros Siete grandes o pequeños Deseos
                                    
                                            para   2016
 .

martes, 15 de diciembre de 2015

Árbol de Navidad

- ¡¡¡No quiero, no quiero, no quiero y no quiero!!! Siempre me toca a mí.

El hombre salió de su taller al oír los gritos.
-¿Se puede saber lo que pasa aquí? ¿A qué viene este alboroto, niños?

Y todos apuntaron hacia el que había gritado.
- Es que no quiere que lo decoremos.
- Es que siempre me toca a mí. Y luego me plantan en un rincón del salón y me tengo que quedar inmóvil durante horas y horas. Y ellos se van a jugar fuera, incluso a veces con la nieve. Y no es justo.

El hombre sonrío y rascándose la cabeza les dijo:
- El abeto tiene razón, no es justo... ya buscaremos una solución...
Pero ahora, id a jugar más lejos. María está agotada del viaje y necesita descansar un rato.

A todos se les iluminó la cara... bueno... las ramas, la corteza y las hojas que les quedaban en este invierno tan suave. Y casi en voz baja preguntaron:
- ¿Falta mucho para que nazca tu hijo, José?
- Pues sí, todavía falta algo. Pero poco. Ya os avisaré.
¡Ah! Otra cosa: si Alberto no quiere vestirse así pues hay que respetarlo ¿no os parece? ¿Desde cuando se ha visto un abeto cubierto de pelotas de pingpong y linternas e hileras de papelitos de caramelo?
- Es que... lo vimos en Internet y...
- ¡Ya estamos con Internet! ¡Hala, id todos al bosque a jugar allí! Y no discutáis más. Ya buscaré una solución...

El hombre era herrero, de los pocos que quedaban, acostumbrado al calor agobiante de la fragua y el ruido del martillo chocando con el yunque para dar forma a lo que le pedían.  Era su medio de vida.
Vida ruidosa y cansada. Pero él era feliz de todas formas, con su trabajo, en su casa y en su barrio.
En realidad, era amante del silencio sólo roto por los susurros de los árboles, los trinos de los pájaros y las risas de los niños.
Siempre pensaba que hubiera sido aún más feliz quizá siendo carpintero...
Le gustaba el tacto suave y el olor de los árboles que le hablaban y guiaban sus manos. Y por esta razón en sus ratos libres esculpía figuritas de madera, parecidas a la gente del barrio y también de animales domésticos e incluso animales fantásticos salidos de su imaginación.
Figuritas que luego María y él regalaban a sus amigos y conocidos para decorar sus casas en cualquier festejo.
Tenían tantos amigos y tantas y tan variadas figuritas que todos habían empezado a colocarlas a la entrada de sus casas como si fuera un pueblecito permanente en vez de tenerlas, como hacían en otros barrios, guardadas en cajas de donde no salían más que una vez al año (según había leído en Internet...él también a veces caía en la tentación, como los niños)

Pero no tenía para comprar un trozo de madera fina y resistente para esculpir el árbol prometido a los niños. Ni quería sacrificar a uno de verdad. Así que se le ocurrió una idea y les hizo un árbol diferente con lo que tenía a mano.
Y mientras trabaja en su pequeña fragua, canturreó canciones de su infancia que hablaban de animales de granja que calentaban una casa donde reía un niño, de pececillos que bebían alegres en ríos sin contaminar, de estrellas viajeras que traían maletas repletas de regalos y cosas parecidas.
Cuando al cabo de una hora de esfuerzo y canciones alegres terminó su tarea, le brotó una sonrisa al imaginar la sorpresa de los chiquillos del barrio, sus preguntas y cómo, con su imaginación, lo iban a terminar de decorar.

Ya podían llegar los niños, duendes del bosque y de las casas.
Ya tenían su árbol de Navidad, donde colgar deseos.
 

Fue en este preciso momento cuando oyó la llamada de su mujer:

- ¡José!... Por favor, saca el coche del garaje. Creo que ya es la hora.
- Pero... María... ¿no dijo el médico que todavía faltaban unos diez días?...
- Hazme caso, por favor. El niño no puede esperar.

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Pompita de Navidad soplada con sonrisas y buenos deseos hacia todos.
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martes, 1 de diciembre de 2015

Pespunte


Descalza y desnuda se acerca; y con la punta del dedo índice dibuja en la superficie brumosa una silueta.
Perfila la curva de la cara; la barbilla, bien definida.
Esboza una nariz, que le sale algo infantil; y baja luego por el cuello, largo.
Despacio acaricia unos hombros fuertes, una cintura esbelta.
Y los dedos rosados y titubeantes recorren recuerdos. Pespunteados.
Vuelve a subir por la nuca su mano entera a modo de peine y se demora plasmando el pelo lacio, largo y goteando en la espalda y el torso.
Se para. Indecisa.
Añade los ojos. Que dibuja cerrados.
Y se aleja. Temerosa.
Pero enseguida vuelve y añade con valentía pestañas de ojos abiertos frente al espejo.
Con la palma de las dos manos lo frota largamente, borrando la niebla fría que lo cubría.
Y de frente se contempla, igual que siempre. Igual que antes.
Con la boca de sonrisa amplia, segura y feliz que a él le gusta tanto.
La sonrisa dulce que alimenta también a su hijo.
La sonrisa que ya no tendrá que dibujarse cada mañana en el espejo
al salir de la ducha.

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